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Extracto:La Guardia Nacional se despliega en el río Suchiate, en Tapachula, para impedir el avance de la oleada de migrantes más grande de los últimos años
La Guardia Nacional mexicana, un cuerpo de corte militar compuesto en un 80% por soldados, se desplegó en la orilla del río Suchiate, en la frontera sur del país, para impedir la llegada de la caravana de migrantes procedente de Honduras que busca alcanzar la frontera de Estados Unidos. La caravana, a su vez, fue molida a palos en Guatemala para impedir su avance. Sin embargo, unas columnas sortearon los retenes y lo que quedó del grupo avanza deshilachado hacia México.
EL PAÍS comprobó en un recorrido por la ribera mexicana del Suchiate el despliegue de medio centenar de agentes de Migración y un número similar de militares y guardias nacionales. Las noticias que llegan hasta la frontera confirman que la mayor parte la caravana aún se encuentra a 400 kilómetros del río, pero que pequeños grupos han logrado sortear el cerco de las autoridades guatemaltecas y ya se están concentrando en el puesto fronterizo de Tecún Umán (en Guatemala).
Todo comenzó el viernes cuando unas 3.500 personas salieron de San Pedro Sula, capital industrial de Honduras. Con el paso de las horas se sumaron otros grupos y el contingente aumentó a 9.000 personas, según las estimaciones de las autoridades. Desde el primer momento, Honduras abrió las puertas colocando un discreto cordón policial que sirviera para calmar a Estados Unidos. Hubiera sido imperdonable reprimir a quien se quiere marchar de un país destrozado y menos si quien frena la huida es un presidente políticamente tan impopular como Juan Orlando Hernández. La mañana del domingo, Guatemala hizo lo que pudo desplegando a cientos de policías en la carretera comenzando una batalla campal que algunos lograron sortear.
Las declaraciones del director de Migración de Guatemala diciendo que en la caravana viajan pandilleros infiltrados y aludiendo al crimen organizado como motor de la misma mostró la estrategia de criminalización puesta en marcha para intentar frenar su avance después de que los gases lacrimógenos y el miedo a la covid-19 no hayan funcionado. No hace falta ser economista para intuir las razones que llevan a salir a cientos de personas cada día debido al calamitoso estado con que Honduras comienza el año después del paso de los huracanes Iota y Eta, que destrozaron el corazón industrial del país centroamericano y dejaron a casi un millón de personas en la indigencia de un día para otro.
La incógnita ahora es el comportamiento de México y su mensaje a la Administración de Joe Biden, que toma posesión el miércoles. Después de aplicarse con esmero en cumplir las instrucciones de Donald Trump para frenar en el sur las caravanas, el tema migratorio fue casi el único que abordaron López Obrador y Biden en la única conversación que han mantenido hasta entonces.
En una charla telefónica días antes de Navidad ambos mandatarios acordaron iniciar un nuevo camino en materia de política migratoria y, al menos sobre el papel, se comprometieron a promover la “cooperación entre EE UU y México para garantizar una migración segura y ordenada, contener el coronavirus, impulsar las economías de América del Norte y asegurar la frontera común”. Eso supondrá también, según informaron los dos Gobiernos, “lidiar con las causas fundamentales de la migración en El Salvador, Guatemala, Honduras y el sur de México, para construir un futuro de mayor oportunidad y seguridad en la región”.
Biden admitió en la recta final de la campaña electoral que durante los mandatos de Barack Obama, cuando él ocupó la vicepresidencia, no se atendió esta emergencia con la urgencia que merecía. Ahora planea regularizar a 11 millones de personas que se encuentran en Estados Unidos sin papeles en los primeros días de su Administración.
Desde que en 2018 México recibiera con los brazos abiertos a los migrantes entregando permisos de residencia de forma inmediata a la militarización de la frontera sur con la presencia permanente de más de 7.000 soldados de la Guardia Nacional han pasado dos años, dos delegados de Migración y muchos informes sobre un supuesto Plan Marshall que nunca llegó. En consecuencia, los informes han dado paso a los soldados y a un giro radical de política migratoria. En la actualidad, las caravanas se han convertido en una carrera de obstáculos donde la siguiente zanja esta cada vez un poco más al sur. Esta vez en Escuintla, a cuatro horas de la frontera con México. Pero en esta ocasión, el tamaño de la caravana tiene nueve veces las dimensiones de la anterior.
Esta oleada migratoria tiene especial trascendencia política porque se da en una coyuntura crucial. Biden está a punto de asumir el cargo de presidente de Estados Unidos y tiene en sus manos dar un giro a las decisiones adoptadas por Trump en los últimos cuatro años. El mandatario saliente y López Obrador llegaron a cooperar para contener las caravanas y ante las amenazas del magnate, que agitó el fantasma de una guerra arancelaria a las exportaciones, México se avino a militarizar la frontera sur y endurecer los controles de los migrantes que ingresan desde Guatemala.
Desde que los migrantes decidieron unirse y la forma de intentar llegar al norte dejó de ser una aventura individual, clandestina y nocturna para convertirse en un fenómeno colectivo y reivindicativo ejercido a plena luz del día y por las principales carreteras, la estrategia de Trump fue la de trasladar el problema migratorio a México. México a su vez la movió a Guatemala y ahora el país centroamericano ha colocado los filtros policiales cada vez 100 kilómetros más al sur. A pesar de las palabras de los mandatarios, la única estrategia que han consensuado ha consistido en mover el problema cada vez más abajo.
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